jueves, 11 de febrero de 2010

El arte de la nada




¿Cuánto vale una vieja foto de Stalin? Nada. ¿Y si Damien Hirst le pinta encima una nariz roja? 155.000 euros. Cuando el artista contemporáneo se convierte en marca; el mercado, en especulación, y la obra, en símbolo de estatus, ¿qué queda del arte?

El cielo amaneció encapotado, con amenaza de lluvia. Fue un lunes sombrío en Londres. Los vagones de la Jubilee Line hacia la estación de Canary Wharf iban atestados. Como siempre. Los jóvenes empleados de la financiera Lehman Brothers escuchaban música en sus iPhone o leían el diario gratuito Metro. Como siempre. Edouard d'Archimbaud, un joven francés de 24 años, se sentía emocionado porque ése iba a ser su primer día de trabajo. Pero aquel 15 de septiembre de 2008, cuando la mastodóntica estación diseñada por el arquitecto Norman Foster escupió los miles de trabajadores hacia los edificios de la nueva city financiera, ya no fue como siempre. El mundo estaba a punto de cambiar en 59 segundos. El banco Lehman Brothers entregaba cartas de despido. Caía la primera ficha del dominó de una de las mayores crisis económicas de nuestra historia reciente.

Mientras, al otro lado del Támesis, en la espectacular sede londinense de la casa de subastas Sotheby's, fundada en 1744 por el comerciante Samuel Baker -"el mejor postor es el comprador", era el lema de su casa-, el artista británico Damien Hirst (1965) subastaba las obras de su colección, 233 lotes, saltándose de una tacada a galerías e intermediarios, por 140 millones de euros. Fue una jugada maestra. La doble faz de un mundo global que mostraba en los informativos de la BBC las caras desoladas de los trabajadores despedidos del emporio financiero, y el rostro orondo con gafas de ultradiseño de uno de los más famosos representantes de los Jóvenes Artistas Británicos (YBA).

El mercado del arte contemporáneo y el financiero se habían encontrado, por fin. Tanto tiempo disimulando y el crash puso a los lobos con piel de cordero en su sitio. Pero lo peor aún estaba por llegar. Don Thompson, un economista anglosajón y profesor de ciencias empresariales que oculta coquetonamente su edad, ha investigado durante años para escribir un libro, El tiburón de doce millones de dólares (editorial Ariel), en el que demuestra cómo el marketing y la codicia dominan el mundo del arte.

En su libro, Thompson arranca con una fecha, 13 de enero de 2005, en Nueva York, y una escultura de un tiburón tigre disecado, de cuatro metros y medio y dos toneladas de peso, capturado en Australia en 1991 y embalsamado por el artista británico Damien Hirst. "El tiburón", dice Thompson, "por esa fecha ya estaba bastante arrugado y la impresión que daba era bastante asquerosa". Pero alcanzó un precio exorbitante, 12 millones de dólares, la máxima cifra pagada nunca por una obra de arte contemporánea, a excepción de Flag, de Jasper Johns.

Charles Saatchi, antes publicista y ahora confeso "artoholic", coleccionista de arte y propietario de una galería-museo en el elegante barrio londinense de Chelsea, quiso deshacerse de la pieza y encargó a Larry Gagosian, el marchante de arte más conocido del mundo, que moviera la cola del tiburón por el ambiente de Manhattan. Dicho y hecho. La obra la adquirió un archimillonario, Steve Cohen, quien donó, tiempo después, la vitrina del escualo disecado al MOMA de Nueva York.

Hirst para entonces ya se había convertido en una marca, "algo que sustituye al juicio crítico". Jerry Saltz, crítico de arte de Village Voice, lo expresó de forma magistral: "Sus cuadros son etiquetas. Como Prada o Gucci. Por una cantidad entre 250.000 y dos millones de dólares, los pardillos y los especuladores pueden comprar una obra de arte que no es más que un nombre".

Hirst está más que satisfecho de haberse convertido en su propia marca. Mientras estudiaba en el Goldsmiths College de Londres trabajó en un depósito de cadáveres. Aquello le debió de marcar. En 1988 organizó su primera exposición, Frieze, con algunos de los trabajos de la escuela de arte. Fue así como llamó la atención de Saatchi, quien prácticamente lo adoptó.

Para muchos, Hirst -poseedor de un Turner Prize, uno de los galardones más codiciados del arte británico- es, además, un genio, aunque su última exposición, en la colección Wallace de Londres, no ha recibido lo que se dice buenas críticas. Para Don Thompson, es a la vez artista y marca. Este economista cuenta una anécdota tan demoledora que roza la leyenda urbana. Al parecer, el crítico de gastronomía de The Sunday Times poseía un retrato de Stalin, de autor desconocido, comprado por 200 libras. En 2007 se lo ofreció a Christie's, pero la casa de subastas lo rechazó con la excusa de que no vendían obras de Stalin o Hitler. Desconcertado, Gill preguntó: "¿Y si fuera Stalin pintado por Warhol o Hirst?". "En ese caso nos encantaría tenerlo", fue la respuesta. Así que Gill llamó a Hirst y le pidió que pintara una nariz roja en la cara de Stalin. Así lo hizo y estampó su firma en el cuadro, que se vendió por 140.000 libras.

Pero lo que ha dado fama mundial a Hirst ha sido su calavera de platino con 8.601 diamantes incrustados. Un molde a tamaño natural del cráneo de un hombre, fallecido entre 1720 y 1810, que el artista compró a un taxidermista. Bautizó su joya emblemática Por el amor de Dios, que fue la exclamación de la madre del artista al conocer de qué iba el proyecto artístico.

Don Thompson tiene las ideas claras acerca de qué o quién fija los precios en el mercado del arte. Es concluyente en la respuesta: "En el primer escalón está la galería de arte. Los precios para un nuevo artista sirven para reflejar el estatus de la galería más que el del artista. Una galería superstar puede aumentar tres veces más el precio que tenía la misma obra en otra galería. Los de un artista ya reconocido incrementan su valor al subastarse sus obras. Los precios de una subasta representan lo que el postor más agresivo quiera pagar para superar lo que los otros pujan. De esta forma, lo que se paga en una subasta no refleja necesariamente el precio de mercado de un artista, sino la última oferta de una transacción hecha por un comprador ansioso".

El negocio del arte ha descubierto la Piedra Rosetta con artistas tan polémicos como Jeff Koons o Tracey Emin, o celebridades como Andy Warhol. Más de 20 años después de su muerte, Warhol es el segundo pintor más vendido después de Picasso. Como en el caso de Hirst y Koons, los tres tienen en común el funcionamiento de su taller de producción: son los ayudantes quienes rematan sus obras.

El fenómeno del artista como personaje se inició a principios de la década de los sesenta, cuando Nueva York se erigió en capital del mercado del arte. Jasper Johns, James Rosenquist y Roy Lichtenstein fueron promocionados por los marchantes Leo Castelli, Betty Parsons y Charles Egan. Jeff Koons, el autor de Pantera rosa, más conocido como el "Ronald Reagan de la escultura", ha creado un icono para los visitantes del Guggenheim de Bilbao que adoran fotografiarse ante su Cachorro, un gigantesco terrier cubierto de 70.000 flores. Koons tiene un gran instinto para la autopromoción. Es autor de frases antológicas, como "La corrupción es lo que da libertad a la burguesía" o "La abstracción y el lujo son los perros guardianes de la clase alta".

Todos escandalizan, pero lo que tocan lo convierten en oro. Es la moda y quienes la siguen, tal como dijo el crítico de arte Robert Hughes: "Se mueven como bancos de peces, en grandes grupos, todos a la vez. Se sienten seguros dentro de un gran número. Si alguien quiere un Julian Schnabel, todos lo quieren; si alguien compra un Keith Haring, se venderán doscientos".

Algo parecido ha sucedido con el fenómeno del japonés Takashi Murakami. Lo suyo ya no es una factoría, como la de Warhol, sino una corporación, la Kaikai Kiki, con oficinas en Tokio y Nueva York, que genera beneficios increíbles. Murakami lanzó la idea de lo superplano y la sumisión a la tradición japonesa del manga. Pero, esponsorizado por Louis Vuitton, fabrica bolsos en edición limitada, o camisetas, pegatinas y flores. Representa a jóvenes artistas y vende como nadie.

Don Thompson no se muerde la lengua en su libro al hablar del marquismo que todo lo invade, pero se escapa con habilidad al preguntarle acerca de si también son marcas museos como el MOMA de Nueva York, el Guggenheim o la Tate de Londres. "Hay destinos marcas, y destinos museos, como el maravilloso Museo del Prado en Madrid o la Fundación Miró o el Museo Nacional de Arte de Cataluña en Barcelona. Hay muchos lugares para ver arte en cada ciudad".

¿Negocio o arte? Ésa es la pregunta. La historiadora del arte y ensayista Estrella de Diego es contundente: "Las cosas tienen el valor que queramos darles; antes, las obras tenían un precio por los materiales empleados en ellas, pero ahora el valor es simbólico. En el arte actual hay claramente una parte de negocio, ya que al mismo tiempo que el arte se convierte en un valor simbólico, también va desarrollando un mercado, porque hay alguien que compra y alguien que vende. El mercado del arte es voraz, necesita alimentarse constantemente. ¿Todo es falso? No. ¿Hay mucho tejemaneje? Sin duda. Porque cuando todo es relativo, ocurre eso. Pero hay otro factor que me preocupa mucho y es la idea de que las colecciones de arte contemporáneo de cualquier museo del mundo van a ser idénticas porque en ellas figuran los mismos artistas, los que están todo el día en los medios y en un momento dado racionan sus apariciones como otra técnica de venta. Esta situación hace que luego alguien la aproveche y diga que todo es una puesta en escena, y yo creo que no, lo que pasa es que es muy difícil determinar lo que es arte y lo que no lo es. Es negocio, pero no tan rentable como se cree; puede pinchar, y lo está haciendo. La gente no quiere arriesgarse a comprar algo sin saber su futuro. Cuando sobraba el dinero, las grandes fortunas invertían en arte como si fuera una empresa farmacéutica. Hay muchos intereses creados, y si yo he comprado un Damien Hirst por 15 millones de dólares, no puedo permitir que baje. El mercado es como las casas. Se mantiene porque si se cae, todo el mundo se suicidaría".

Esta reflexión provoca otra: ¿cuanto más cara es, más se valora la obra de arte? Don Thompson responde que en lo más alto del arte contemporáneo "el valor tiende a seguir al precio. Si una pieza se estima en 10 millones de euros es porque se paga eso por ella. Un museo debería anunciar una nueva adquisición no con una descripción del artista o de la época, sino del precio de adquisición". O sea, que comprar una obra cara es decirle al mundo lo rico que se es.

Un famoso marchante decía que tuvo una vez un cliente con una vivienda en el East Side (en Nueva York), otra casa en Kensington, una segunda residencia en el sur de Francia y un pequeño yate, pero que nada impresionaba más a sus amigos (tan ricos como él) como que tuviera colgado en la pared el cuadro de Damien Hirst que compró en la subasta de Sotheby's. Esto demuestra cómo un hombre puede tocar la cima y el dinero.

Las galerías de arte están donde se mueve el dinero. Por eso los artistas se trasladan a vivir a Londres, Nueva York, Roma, Berlín o París. Ellos son el último eslabón, van detrás del capital. Guillermo Solana, director del Museo Thyssen de Madrid, observa la evolución del arte a través de las ciudades donde se comercia con él. "Brujas fue hasta 1500 la capital del arte flamenco y de toda la pintura del Norte. Cuando el puerto de Brujas quedó inutilizado, los gremios y el capital se mudaron a Amberes. Igual que los pintores. El Amberes de Rubens del siglo XVI fue como el Nueva York de finales del siglo XX".

Es ahí, entre Londres y Nueva York, donde se reparte el pastel. La capital británica tiene sucursales de importantes galerías como la de Gagosian y la reconocidísima White Cube, propiedad de Jay Jopling, hijo de Michael Jopling, el que fuera ministro con Margaret Thatcher. Jopling logró auparse tras hacerse amigo de Damien Hirst y Tracey Emin. Un buen negocio, dado que el marchante se lleva el 50% del precio de venta de la obra como comisión.

Charles Saatchi es la figura por excelencia del coleccionista de arte contemporáneo. Cuando compra algo, genera inmediatamente una expectación inusitada. Financió el tiburón disecado y dio a conocer a los jóvenes artistas en la exposición de la Royal Academy de Londres, Usa Today, en 2006. Hoy, su galería en Chelsea es un selecto museo donde se da cita el público más esnob de Londres. Su libro Soy un adicto al arte (editorial Phaidon) es una loa a sí mismo, a sus excentricidades. Pero nadie discute su olfato. Otra de sus famosas ventas fue la obra de Marc Quinn Uno mismo, un molde de la cabeza del artista hecho con cinco litros de su propia sangre congelada. La compró por 13.000 libras y la vendió años después por un millón y medio de libras.

Pero en el negocio del arte contemporáneo, la pieza fundamental son las casas de subastas. Christie's y Sotheby's, como afirma Don Thompson, añaden valor al producto. Son como la Coca-Cola y la Pepsi Cola: compiten entre ellas, pero dominan el mercado. Imponen. Tienen su lista de clientes y marcan diferencias hasta con los horarios. Si son diurnas, no hay tanta expectación. Las de tarde (Evening) añaden un plus de glamour, y para ellas se reservan los lotes y las invitaciones más especiales.

María García Yelo, directora en Christie's España de arte moderno y contemporáneo, opina: "El coleccionista español es cada vez más internacional. Y a la vez muchos de nuestros artistas españoles contemporáneos abren mercado con precios muy fuertes en las subastas. Ya no se puede hablar de un mercado nacional, sino global". Asegura que hay que quitarse de la cabeza la idea de que fuera de España no nos conocen y de que el coleccionista español colecciona sólo pintura española. Habla de artistas cotizados, como Antonio López, Juan Muñoz, Chillida, Plensa, Barceló, Saura... "Nuestras subastas no están pensadas para atraer a gente famosa. Tenemos fluidez con el cliente, nos dedicamos a ellos. Todos piden asesoramiento, y nosotros les ayudamos en lo que podemos. A veces les proponemos vender alguna pieza de su colección porque sabes que hay otra mejor. Ése es nuestro trabajo".

Para Thompson, en cambio, los coleccionistas son unos seres inseguros, inestables. ¿Es eso verdad? "Algunos", dice, "no son tan inseguros, han llegado a lo más alto en su profesión, pero desconfían de sus gustos en arte y eso refleja el hecho de que no están dispuestos a perder el tiempo y hacer un esfuerzo para estudiar el tema; no se trata de una discapacidad para aprender o una carencia de gusto estético".

Alexandra M. Schader, asesora de arte moderno y contemporáneo de Sotheby's España, no cree en la crisis del mercado. Hace unas semanas se celebró en Nueva York una de sus subastas más especiales en la que la obra de Warhol 200 one dollar bills se vendió por 43.762.500 dólares, tres veces más del precio estimado. Cinco figuras sentadas, de Juan Muñoz, lo hizo por 1.202.500 dólares. "En este último año y medio, como en todos los sectores, hemos tenido un descenso de volumen, de cifras. La subasta de Damien Hirst fue un éxito y el final de una etapa de crecimiento. El pico más alto se produjo en 2007. En seis meses de aquel año se facturó más que en cualquier otro año de la historia de la compañía. Fue cuando se vendió el tríptico de Francis Bacon por 86 millones de dólares, algo insuperable. Ese año hubo tantos récords...".

Es el dinero, la codicia o el afán de notoriedad lo que lleva a comprar arte contemporáneo. Thompson responde a esta pregunta con alma de gallego: "Hay tantas motivaciones para comprar arte como compradores existen; algunos lo hacen para decorar sus casas, otros quieren mostrar su buen gusto. Recuerdo demasiado lo de aquel tiburón disecado que costó 12 millones de dólares y me parece ridículo gastarse eso en muchas obras de arte, pero no es menos dinero comprar un óleo de 5.000 millones de dólares".

Artistas marca, star systems, hay de todo, como en botica. Pero ¿hemos llegado al fin del arte con la creación de la marca? Thompson es categórico: "De ninguna manera. Siempre ha habido artistas reconocidos y de marca. Rembrandt fue un artista al que patrocinaban los gremios y hombres ricos". Solana también defiende los nombres reconocidos y muestra un ejemplo: "Marina Abramovic, una artista fuera de serie, está planeando crear un instituto de arte en Nueva York, una fundación para artistas jóvenes; y ella me decía: 'Voy a utilizar mi nombre, pero no por cultivar mi ego, sino porque es una marca y eso puede ayudarme'. Los artistas hoy son marcas, y me parece una manera muy adecuada de describirlos".

Lo mismo opina Manuel Borja Villel, director del Museo Reina Sofía de Madrid: "se especula con el hecho artístico, se comercializa y la obra de arte ya no está separada del mercado como antes. Esto ha traído consigo la popularización del arte y el beneficio comercial. En este sentido, el arte forma parte del mundo económico, y dentro de él hay muchos artistas que tienen un gran nombre, que son marcas. Y el arte es todo lo contrario de la marca. Arte es aquello que no acabas de entender nunca del todo".

El Pais – Diciembre 2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Aqui puedes dar tu opinion

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.